viernes, 2 de octubre de 2009

2 de octubre de 1968


Eran los tiempos del presidente Díaz Ordaz. Los estudiantes, motivados por el romanticismo de la edad, por el anhelo de libertad, de libre expresión y de manifestación abierta de las ideas; contagiados de las revoluciones ideológicas que se gestaban en Praga, en París y en muchas otras latitudes, se sintieron capaces de generar el salto cualitativo, y dejarle en claro a Papá Gobierno que "el pueblo unido jamás será vencido". Y el tiro salió por la culata.


Se aproximaba la celebración de los Juegos Olímpicos en la Ciudad de México, y todo el mundo tenía los ojos puestos en nuestra patria.


El gobierno tomó la determinación de exterminar el movimiento de tajo, de manera irracional y cruenta. Y fue en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, un día como hoy, el llanto y el crujir de dientes, la desesperación y la barbarie. Ahí murieron y desaparecieron muchos estudiantes, profesores y simpatizantes bajo las balas y el autoritarismo de hombres sin rostro.


Hasta el día de hoy no se ha hecho justicia, ni se hará. Los crímenes de lesa humanidad no prescriben. Y ahora todos los que de alguna manera tuvieron que ver con el desenlace fatal, o han muerto, o están cerca de la tumba. Y aquí no ha pasado nada. Pobre de México. Tenemos los gobernantes que merecemos.


Muchos estudiantes de hoy celebran fecha tan aciaga a su manera, haciendo todo tipo de tropelías, saqueando negocios, pintarrajeando edificios históricos, como si fueran hordas salvajes fuera de control. Celebran festivos el hecho de que se suspenden las clases hasta por dos o tres días, y se dedican a vociferar, a alcoholizarse y hasta a drogarse en nombre de los que ofrendaron sus vidas en día tan funesto y vergonzoso. Muy deprimente situación.


Los líderes de ese movimiento, supuestamente de origen comunista, ahora viven como reyes o como jeques, y se han olvidado de las consignas que dieron origen al movimiento estudiantil. Y eso lastima a todos los que tenemos un poco de memoria histórica.


Agoniza el día, y no quiero que termine sin escribir una pequeña participación in memoriam de todos los que realmente contribuyeron con su inteligencia, con su testimonio, con sus vidas, a dejarnos un México más participativo, más tolerante y más abierto al diálogo y a los consensos.


No me cansaré de repetir hasta la muerte: muchos de los líderes de aquella época, engañaron a los estudiantes, y los llevaron a una trampa mortal. Y, al final, esos líderes siguen medrando a partir del tristemente célebre evento, autoelogiándose y erigiéndose en los salvadores de la Patria. ¡No tienen madre! ¡No tienen dignidad!

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